4.6.10

Como zapote, a falta de una fruta gris




Julien y yo hemos inventando nuestra teoría del color. Daríamos lo más preciado que tenemos, un relicario de la abuela, en mi caso y unos binoculares de los primeritos, en el suyo, por ver nuestra invención manifestada en la piel de los seres humanos. Advierto: aquel día andábamos muy a la ciencia ficción. ¿A poco no estaría con madre (jijiji, hace mucho quería usar esa expresión muy propia de mi amiga Ceci Peña) que nuestro cuerpo se tiñera de distintas tonalidades según el estado de ánimo? Pero de unos colores bien brillantes como el fucsia, el azul eléctrico, el verde limón, el rosa mexicano (me pregunto si en el extranjero le llamarán del mismo modo). Como las frutas con sus tonos toronja, guayaba, coco, sandía. Y las flores de matices alcatraz, tulipán, amapola. “Tú serías una toronja”, me dijo Julien mientras se servía un redondo barquillo de nieve de lichi en la maquinita (sí, tal cual, como los refrescos de refill, señores, ya hay en México helados prêt-à-porter que uno se sirve y se diseña al gusto). Digamos que no supe si lo dicho era un halago y recordé aquella vez en Morelia cuando Roberto y yo pedimos una bola de helado de pasta y la señora que nos atendió adivinó nuestro origen defeño por “nuestra actitud”. ¿Era un comentario positivo o negativo? Nos quedamos con la duda. Que yo sería una toronja porque luego soy un poco amargosita y tiendo a ruborizarme por todo. Pues sí, qué le voy a hacer. Así me hicieron. Le contesté que más bien me sentía un poco zapote, a falta de una fruta gris. Una vez más tenía problemas con Roberto. “Me dijo que le daba lo mismo si lo cortaba”, me desahogué sin que me lo pidiera. “Van a terminar”, dijo fríamente. Al principio no quise darle la razón, incluso pensé que lo decía por aquellos fuegos de antaño entre nosotros. Pero hubo algo que me convenció de inmediato. Julien me hizo recordar lo que yo siempre había creído del amor y que, al parecer, se me estaba olvidando: el amor es de dos. Roberto dijo que él no terminaría nuestro noviazgo pero estaba indiferente a lo que yo pudiera hacer. “Le vales madres”, agregó mi querido Julien, demostrando su excelente apropiación del español afrancesado. No sé, quise justificar a Roberto como siempre: a) sólo tuvo un mal día, b) no se fijó en lo que decía y c) suelo ser muy desesperante. Pero él me interrumpió, como buen predicador de la orden Rosacruz, con una sentencia de aquellas: “los hombres somos dueños de nuestra voluntad”. Para no ponerme a llorar, le di un vuelco a la conversación con mis lecturas recientes de Ray Bradbury, no se notó mucho mi evasiva pues, repito, andábamos con ánimo cienciaficcionero. Las Crónicas marcianas es un cuentario sobre los habitantes de Marte, seres de ojos amarillos y piel morena que, al igual que nosotros los pobres e ingenuos terrícolas se preguntan si hay vida en la Tierra. Y sin darme cuenta ya estaba pensando otra vez en Roberto. “Alguna vez leí una entrevista que le hicieron a Bradbury en la que le recomienda a los jóvenes escritores que si se encuentran con una mujer o un hombre al que le gusten los libros y que además acepte su pobreza, propia del oficio, se casen con ella o con él”, le conté a Julien. Sin hacer ningún comentario, me dio el último sorbo de su helado en la boca y yo me sentí un poco más triste que al principio. Creo que si la teoría del color existiera, la comunicación entre hombres y mujeres sería más sencilla y las palabras dejarían de tener ese poder tiranizante. Si no, al menos habría menos mentiras. “Nada de que no me quieres mi amor, si te estás poniendo rojito”.