2.7.10

Hare Krishna


La última vez que lloré de contenta yo hacía ejercicio cinco veces a la semana y tenía un novio que se llamaba David, aprendiz de hebreo; escribía cartas de amor en papel de cuadrícula grande; estudiaba francés en los pastos de la universidad mientras velaba el sueño de mi novio y él, en su turno, protegía el mío mientras leía un ensayo crítico sobre el polémico origen del falafel: ¿árabe o judío? (muy rico, pruébenlo); jugaba cartas con mis padres, bailaba son huasteco en los fandangos; la máquina de coser de la casa aún servía y en ella confeccionaba algunas blusas y faldas de frutas-colores; chupaba Rockaletas; éramos D y D: él trabajaba como vendedor de celulares Movistar, también la hizo como despachador de pizzas (una noche llegó presto, aún con el uniforme azul de la pizzería, para ir a una fiesta en casa de mi amigo Kioshi, era medianoche, se cambió rápido, y en las escaleras solas del edificio nos detuvimos a amarnos tantito, llegamos a la fiesta bien contentos), luego atendió el café internet de mi cuñado (donde también nos la pasamos bien) y yo era una preadulta que hacía notitas de danza para un portal electrónico; practicaba yoga; combinaba la ropa con los zapatos; oía el mismo disco de Aerosmith (Get a grip) cuarentayocho veces al día sin manifestar ningún síntoma de hastío; conocía mi país en viajes exprés; quería tener hijos e incluso tenía los nombres: Sofía y Bruno; platicaba con mis pocas amigas de siempre; escribía crónicas pseudoliterarias sobre personajes singulares de esta ciudad; recibía cartas de amor por lo menos cinco veces al año; me educaba en las enseñanzas de Prabhupāda en la doctrina neoyorquina del Hare Krishna; desayunaba siempre; era vegetariana; mis sobrinos acababan de nacer y eran felices en los brazos de David que tenía un magnetismo inusual con los niños; corría en las competencias que organizaba la UNAM; mi animal preferido era el koala; probaba un peinado nuevo cada vez; me sabía algunos poemas de memoria; viajaba sin empacho y con un libro en la mano a Ecatepec, luego hasta Coacalco por lo menos una vez a la semana; dormía de corrido sin taquicardias insomnes; mis floreros estaban ocupados; tenía floreros; creía en el amor como "una lámpara de inagotable aceite"; escuchaba trova; acudía a clases de náhuatl; compartía charlas extraordinarias con mi hermano sobre Win Wenders; actualizaba mi blog con entradas felices; soñaba con visitar Australia, casi no había pesadillas; tenía unos kilos de más; tomaba café; cantaba en la ducha; era fan de Frida Kahlo y él, por supuesto, de Diego Rivera; no usaba paraguas bajo la lluvia; pagaba en efectivo; rentaba con frecuencia alguna cinta oriental; besaba sin la necesidad de llegar al coito; me depilaba con cera; usaba lentes de pasta por moda; cuando iba a la Cineteca me sentaba arriba y no comía nada durante la función; era tímida; coleccionaba estampas de besos; tenía un celular gigante y mi cuenta de correo era de yahoo; lagrimeaba (entiéndase este verbo como la acción de llorar y sentir, a la vez, ganas intensas de orinar) con Los Polivoces. De eso hace ya seis años; este mes cumplo 27.