14.11.10

El mismo lunar en el pie

Esta foto es la única, junto con otra de mis padres mirándose tras un partido de basquetbol, que tengo en mi cuarto. No ha sido una selección premeditada, solas han llegado a mis manos y se han quedado. Quiero decir que ha habido más, con otras personas, pero que por razones indistintas han salido de mi vida. En ésta, es evidente que el énfasis lo tiene la pequeña de perfil. A simple vista podría parecer una niña o un niño. El distintivo de los aretitos en las orejas nunca lo tuve. Y ahora no recuerdo si alguna vez dijeron ay qué chulo muñequito, refiriéndose a mí. Pero, esa de la foto, soy yo, a un lado de mi madre. Un fin de semana de vacaciones en Cuernavaca, en el hotel donde las trabajadoras domésticas no tenían derecho a meter ni los pies a la alberca. Hotel Jacarandas. Miro a diario esta foto antes de dormir. Posee una atracción memorable para mis sentidos agotados. Esta mañana he descubierto los caprichos de la percepción. Supongo que pasa como cuando se insiste en conocer los significados que tienen para nuestra vida los pequeños momentos y las cosas. Estás en el empeño constante por saberlo y no percibes que todo ocurre a su debido tiempo. Y sin embargo es menester insistir para estar más atento al hallazgo que nos sorprende con una sonrisa. ¿Es posible que me guste esta foto porque le temo a la sangre? Elvira tenía prescrito reposo de dos días, mientras cicatrizaba la herida. Las suturas en la planta del pie son delicadas; deben soportar el peso del lesionado. A cambio de una cirugía, su pie ahora lucía libre de lunares malignos. Esos que si cambian de color y aumentan sus dimensiones son peligrosos para la salud. Entonces sobrevino la hemorragia como un océano rojo y espeso. Y yo supe que mi madre era vulnerable. Poco tiempo después, descubrí que también mi padre lo era cuando casi pierde los dedos meñique y anular de la mano en una intervención osada al motor del coche. Soy un signo de agua y con facilidad me ahogo. Corrí a la mesa y me escondí debajo para impedir el hundimiento. Lloré como si con el líquido de las lágrimas pudiera ganarle al de la sangre a chorros. O por lo menos, lograr un equilibrio. A flote en el universo negro de los ojos cerrados pedí a Dios que mi mamá no se muriera. Y las plegarias surtieron efecto. Es una lástima que el rostro de mi madre no salga a cuadro. Valga decir entonces que me parezco a ella: tengo el color de su piel, la forma de sus labios, las ondas de su cabello, el mismo lunar en el pie. La primera vez que perdió sangre yo aún estaba en sus entrañas. Dejó gotitas en el baño de su trabajo, a la entrada de la casa. Sólo el hospital y un lápiz cauterizador en la nariz interrumpió los borbotones. Ayer mi padre no lo encontraba y hubiera sido útil como dique. Elvira bajó de la azotea con la bandeja de ropa, cayendo, y las manos, intentando sabotear el flujo rojo y huidizo. Dejó gotitas en las escaleras del edificio, en las telas, en el mosaico, en el sillón, en la alfombra, en mi padre, a la entrada de la casa. Al cabo de treinta minutos paró. Esta vez, yo ya era una adulta y sólo pude refugiarme en la bañera para confundir mis lágrimas con las de la regadera. Pero de la misma forma recé para que ella no se muriera. ¿Es posible que le tema a la sangre porque amo a mi madre? En esta foto aparezco sin aretes porque mis padres tomaron la decisión de no hacerme agujeritos en las orejas. Sin darse cuenta, ya me estaban otorgando los derechos para ejercer mi voluntad en el futuro. No querían que sintiera el dolor de la vida, el horror de la sangre. Hay algunos dolores que se eligen. Aquí estamos las dos, madre e hija, sentadas en una cama de sol amarilla, ella con los brazos relajados y las manos entre las piernas, mirando probablemente hacia un punto indeterminado del paisaje; yo igual, sintiéndola tan cerca y tan lejos porque me ha dejado en libertad.

10.11.10

A priori

Esa no es una historia de amor. O al menos no como se conocen. Ella le pregunta dudas sobre el universo ¿Cuántos amigos tienes? ¿Te gusta su cabello? ¿Quién es el hombre más grande del mundo? ¿Has percibido cómo le cambia la voz a una mujer triste? No es que no lo sepa, pero ella quiere volver a nombrar lo conocido. Le ha dado a él la posibilidad de reinventar el lenguaje. Ella le pone nombre a todo: los besos, las hormigas, la forma de beber el café. Él la mira desde su silla en el restaurante y entre el abolengo de la gente le dice que les escribiría un cuento. A los dos. Porque aunque ellos no portagonizan una historia de amor, o sí, se aman. Ella es una importante periodista y él, un importante editor, pero cuando llegan a la casa hacen el amor como sólo podrían dos escritores: deletrean las vocales en gemido y repasan el abecedario en palabras de amor. Ella no le ha dicho la razón por la que no deja la casa de sus padres: su temor  a morir ahogada. No sabe cómo hacerse la maniobra de Heimlich, intuye que podría ser con una silla. Él sería Ernesto o Luis, ella Laura o Silvia. Han jugado ajedrez y ella se aburre. Entonces trepan a la cama y brincotean, haciendo ruidos de animales y adivinan. Un pato, una jirafa, el ronroneo de dos gatos enfermos. Sueñan con hacer viajes de dos días y nueve horas. Ella mira en la tele decir que los hombres sienten celos porque se dan cuenta de que la mujer se va, y las chicas porque comprenden que ya no son únicas. Ella le cuenta la pesadilla recurrente: atrapada en un concierto que se desvalaga. Manos en el aire, craneos picoteados. A punto de ser aplastada y morir por el sofoco, no despierta. Nunca despierta. Y el terror de la muerte la enfrenta en el pasto de un condado. ¿Cómo lo sabes?, pregunta él. Es un condado porque todas las casas son iguales, están en hilera y tienen un pequeño jardín en la entrada. Se le ha ocurrido algo: ¿Y si tanta atención mengua su interés hacia ella? Ha decidido tomar una decisión que la confortará las próximas horas, en tanto se le olvida esta nueva idea. De ahora en adelante lo llamará menos, le escribirá menos mensajitos al celular. Quizás. Él comparte con ella su desencanto hacia el cine. Ha descubierto que las películas que terminan con la sensación de estar a medias son buenas. Cuando menos, sorprenden. Ya no van al cine de las grandes cadenas. Pero se besan en los intermedios de los cineclubes de la ciudad. Huelen aromas de las fragancias acomodadas en el mismo sitio, las de hombre y mujer. Se contagian, a veces se hieren. Y alguno dice "para".