30.12.11

8.11.11

Afrodita en bronce se agacha para quitarse la sandalia

En veinte minutos se espera que un asteroide como el que cayó en Yucatán hace un montón de tiempo y extinguió a los dinosaurios pase muy cerca de la Tierra. Nadie ha comentado nada, los muros del Facebook están al tope con estados hipermodernos de quiero un café, nada me llena más que tú, tengo los huesos cansados, soñé que era una mujer; las oficinas exhalan los alientos oxidados de varios trabajadores que hoy no salieron a comer; las madres en sus casas pasean el índice por los marcos de la foto familiar. Me pregunto si, incluso, yo misma terminaré de escribir este texto o la explosión universal volará mis letras en millones de esquirlas. Sería hermoso que al estallar cada una despidiera el sonido de la letra que le corresponde. La mejor forma de terminar con el mundo sería con un concierto atonal de grafías por los aires. Tal vez no suene como los violines del Titanic, pero por lo menos tendremos la certeza de que lo que alguna vez dijimos se reintegrará a las moléculas del universo. Así cuando, el mundo vuelva a serlo, la puntita de los pastos, y las membranas de las gotas de agua llevarían en sus filamentos el recuerdo de la asombrosa especie que fuimos. Nos sobran seis minutos de vida y nadie hace nada. Yo prometí llamarle a madre y padre tras el paso del cometa.

5.4.11

Las dos heridas del cosmos

¡Oh!
Le preocupaba el comportamiento de sus plantas. Aún más que el de su padre, ese viejo sordo de humor amarillo, preocupado por los ruidos del refrigerador. Los ronroneos del aparato le permitían conocer el estado de conservación de los alimentos. Si el motor lo hacía más de cinco veces en una tarde, indicaba que los lácteos se echarían a perder. Menos, le garantizaba una ensalada fresca de desayuno. Mitología casera, la llamaban. Ese intento de explicarse los objetos, el mundo externo, con las sensaciones del interior.


Era probable que su padre estuviera perdiendo la razón, pero ella se consideraba más bien una animista, creía en la existencia de espíritus que animaban todas las partes del universo.


Marisa había llevado lejos su preocupación por las plantas. La biblioteca donde trabajaba como archivadora parecía invernadero encapsulado, y su cubículo, el de un botánico imprudente. Listones de hierba color menta habitaban ya los marcos de la puerta y un archivero alojaba en sus cajones joviales helechos de Japón.


Por fin en la entrada de la reserva, le pareció impreciso que un monitoreo de aves se realizara dentro de un salón. Superó su marca de la última vez al llegar ahora con media hora de retraso. No estaba dispuesta a confesar la causa. Si acaso, diría que la demora es su nuevo síndrome. Pensó que si la clase consistía en observar pájaros en diapositiva no tenía nada qué hacer ahí. A buena hora se le había ocurrido inscribirse en una sesión de avistamiento aéreo. Sus plantas necesitaban sus cuidados, agua en gotas, luz natural. Sintió alivio por aquellas que tenía en la biblioteca; la veladora había aceptado hacerse cargo los fines de semana. Después de todo, debía ser más emocionante convivir con otros seres vivos que ver el atardecer adentro de un cubo de vigilancia. Pero las que aún conservaba en casa, no tenían la misma suerte cuando Marisa asistía a cursos sobre la inutilidad.


Abrió la puerta y la madera tronó como anunciando su llegada, tarde. Sólo quedaba un lugar en la última fila, al lado de un hombre con bermudas de grandes bolsas a los costados. Su apariencia de explorador traído a la ciudad la intimidó un poco.


—Los está mostrando —le dijo el muchacho de bermudas, y, ahora lo notaba, barba pelirroja.


—¿Cómo? —contestó ella, dudando de lo que había escuchado.


El instructor de la clase parecía poner demasiada atención en el retardo de Marisa. Sintió como si un una línea de hormigas caminaran por el borde de sus piernas, resbalando. Sudaba. No quería inventar otro pretexto para justificar su demora, así que guardó silencio y le acercó al muchacho de bermudas su cuaderno y un lápiz.


Se llamaba Fausto. Cómo era posible que aún se acostumbrara el papelito con el nombre en el pecho para identificarse en una práctica para adultos como lo era ver aves. La clase teórica terminó pronto. Cerró la libreta y apenas distinguió una carita feliz en la hoja. Salieron en fila al descampado. Uno por uno, la puerta era angosta.


El campo abierto parecía la cuadrícula de un cuaderno pintado de verde. Había redes por todos lados. Los pájaros confunden esos cuadriláteros con la forma de su nido y caen voluntariamente en la trampa. El instructor hacía movimientos con las manos para indicar la forma de agarrar al animalillo. Había que sujetarlo de las patas con el pulgar y el índice, mientras que el dedo medio servía como respaldo.


Uno amarillo de pico negro cayó en la red, Marisa no soportó verlo en batalla. Se batía con sus alas para zafarse. Decidió entonces que no participaría en la tarea de capturarlos, sino hasta que ya posaran libres entre las falanges del ornitólogo. Dijo que hojearía el catálogo de especies para identificarlas mejor. Fausto la detuvo, alegando que no podría oír su gorjeo original porque sólo lo emiten mientras están atrapados. Puro instinto de supervivencia. De modo que si quería conocer el silbido más auténtico debía quedarse. En cautiverio, estos animales han desarrollado mejores cualidades vocales que en libertad.


Pero a Marisa se le resbalaban. No apretaba lo suficiente porque no podía quitarse la imagen de sus huesos del grosor de un mondadientes. Cuando Fausto detuvo uno negro con pecho azul, le pidió a ella que lo retuviera porque quería tomarle unas fotos. Se sintió tan tensa como cuando jugaba en el colegio a pasar con la boca un huevo crudo a la boca de alguien más sin romperlo. El pajarillo se movía al vaivén de su pulso. Fausto enfocó casi con rapidez, pero no disparaba, puso entonces la cámara en vertical, luego otra vez en horizontal. A punto de rendirse, Marisa, fijó su atención en él y en su deseo de capturar esa diminuta vida que elevaba alas sin poder volar. Sintió que aquel muchacho no seleccionaba una parte de la realidad sino toda la realidad completa. Y cuando alguien elige algo así, debe pensarse dos veces si lo hará en una toma apaisada o vertical. De tanto esperar, el ave lanzó un pio de vida. No quería morir apresado entre los dedos de aquella mujer. Su instinto lo alertó y contrajo las patas para escapar.


—¿Por qué llegaste tarde? —le preguntó Fausto, mientras pasaba las fotografías en la pantalla de su cámara.


—No me perdí mucho —dijo ella, sin mirarlo.


—¿Sabías que los flamencos pueden cazar peces gracias a sus patas largas?


—No —lo miró con una mueca.


—Te lo perdiste.


De regreso al salón, Marisa guardó la guía con las especificaciones del tamaño de las alas de las aves. Comenzaba a sentirse molesta como cada vez que hacía algo que no le serviría para nada. ¿Por qué no había hombres que se enamoraran de una mujer que tiene un padre que se deprime porque está sordo, de una mujer que le ha devuelto la sonrisa a la vigilante de una biblioteca con el acto simple de regar plantas, de una mujer que se capacita para identificar el canto de los pájaros. Ojalá saber el color del plumaje del ave más común en los parques de la ciudad fuera útil para invitar a un muchacho a hacer el amor. Pero nada de eso sirve porque para que una chica y un chico se vayan al cuarto de algún hotel basta un mensaje de celular y no, andarse con distractores como compartir la angustia de saber que hay loros en Nueva Zelanda que han perdido la facultad para volar.


—¿Por qué me dibujaste una sonrisa si ni me conocías? —abordó Marisa a Fausto, las palabras de la emoción se le adelantaban siempre a las del pensamiento.


—Te vi medio amargadita —movió las manos como los fantasmas de su infancia.


—Llegué tarde porque tengo un papá que se enoja con su refrigerador.


—¿Y eso qué?


—Pues yo tengo varias macetas con plantas que atender. Viene de familia.


—¿Traes coche? —abrió la puerta del suyo. Ella lo había seguido todo el tiempo.


—No, me gusta caminar.


—No te culpo, hoy hace un atardecer perfecto para festejar la vida —dio un portazo y encendió el motor.


Marisa ladeó la cabeza y dijo adiós con la mano. Sintió como si, de pronto, entre ese hombre y ella se hubiera abierto la calle, dejándolos a cada cual en su propia acera, separados por la fractura de una parte del universo. Y en cierta forma así era. Él practicaba canotaje y asistía a competencias por el mundo, tenía un despacho de arquitectos, una linda hija y un doberman. Abrió el cuaderno en la hoja signada por la sonrisa de Fausto y notó algo que no había advertido antes: su número telefónico. El detalle a mano sobre el papel había robado su atención y le impidió darse cuenta de que aquel hombre prácticamente la estaba invitando a salir. Pronto comenzó a sentirse culpable, quizás él se había sentido rechazado, ofendido, como ella, que sólo había tenido para él palabras, recriminando su dibujo. La imagen de sus plantas le pareció ridícula. Pero apretó el paso porque era hora de regarlas, incluso sintió temor. Y si morían.


Llegó a casa y cruzó el pasillo casi sin reparar en el aroma de la estancia. Frente a sus macetas, se quedó parada unos segundos. La muerte olía a capullos. Quiso gritar para acallar los gritos de su padre en la cocina, que tiraba a la basura comida podrida. Había perdido el tiempo. Y nada había salido bien. Corrió a su cuarto, no podría soportar que la campanita hubiera tenida el mismo destino de las otras. Pero al encender la luz, la flor estaba aún húmeda, como si la hubiera acabado de regar. Cogió los restos vegetales de las otras macetas y los tiró en el mismo bote donde su padre se deshizo del alimento. Esas plantas habían vivido con ella desde la primera vez que le rompieron el corazón. Una extraña quietud la invadió.

2.4.11

Poeta sin par

Turín, 17 de abril de 1950


No tengo más aliento para escribir poesía. Las poesías llegaron contigo y se fueron contigo. He escrito ésta hace algunas tardes, durante largas horas mientras esperaba, vacilante, poder llamarte. Perdóname la triteza, pero también contigo estaba triste. Observa que he comenzado con una poesía en inglés y la termino con otra cosa. En eso cabe toda la apertura que he experimentado en estos meses: el horror y la maravilla. Querídísima, no tomes a mal que siempre esté hablando de sentimientos que tú no puedes compartir. Por lo menos puedes comprenderlo. Quiero que sepas que te agradezco con toda el alma. Los pocos días de maravilla que he arrancado de tu vida eran casi demasiado para mí; bueno, ya pasaron, ahora comienza el horror, el horror desnudo y estoy preparado para afrontarlo. La puerta de la prisión ha vuelto a cerrarse con estrépito. Querídísima, no volverás nunca a mí, inclusive si regresas a Italia. Ambos tenemos determinadas cosas que hacer en la vida que tornan improbable que podamos encontrarnos de nuevo, excepto si nos casáramos, cosa que he anhelado desesperadamente. Pero la felicidad es algo que se llama Joe, Harry o Johnny; no Cesare. ¿Me creerás si te digo -ahora que no puedes tener sospechas de que estoy recitando para coaccionarte de alguna manera- que esta noche he llorado como una criatura pensando en mi suerte -y en la tuya- pobre mujer, fuerte, hábil, desesperada en la lucha por la vida? Si he dicho o hecho alguna vez cosas que no podías aprobarme, perdóname. Yo te perdono todo este dolor que me carcome el corazón, sí, te aseguro, le doy la bienvenida. Este dolor eres tú, la verdadera maravilla y el verdadero horror de ti. Rostro de primavera, adiós. Te deseo éxito en tus días y un matrimonio feliz, sí. Rostro de primavera, he amado todo de ti, no sólo tu belleza, lo cual sería demasiado fácil, sino tu fealdad, tus momentos desagradables, tu tache noir, tu rostro hermético. No te olvides de eso.

Cesare

De Cesare Pavese a Constance Domis.

31.3.11

Check out

Me gusta el pensamiento que conserva un sabor de sangre y de carne, y, a la abstracción vacía, prefiero, con mucho, una reflexión que proceda de un arrebato sensual o un desmoronamiento nervioso. Los seres humanos no han comprendido todavía que la época de los entusiasmos superficiales está superada, y que un grito de desesperación es mucho más revelador que la argucia más sutil, que una lágrima tiene un origen más profundo que una sonrisa.
Sur les cimes du deséspoir. Cioran


Ayer me quedé horas extra a trabajar. En otro momento de la vida me habría resultado un fastidio, una pérdida. Menos tiempo para practicar con la jarana el nuevo son "El butaquito", menos espacio para sonreir al lado de mi novio, conmoviéndonos de los otros, esos que siempre preguntan por el nuevo proyecto, por el éxito. Para comer algún nuevo estímulo de sabor, a veces, francés, italiano, japonés, en dos ocasiones, cubano. Pocas horas para leerle a mi madre en voz alta algún capítulo de Coetzee, ambas recostadas en los sillones mango de la sala. Poco a poco, partieron. Primero lo hizo Carmen, con sus suecos color lila tan aptos para estos días de calor, tan bonitos (creo que se lo he dicho un par de veces). Luego Andrea, una noble chica que escribe sobre el arte de interpretar sobre el escenario. No puedo recordar si después salió Noé, experto en cine, o Bruno, mi rocker editor ensayista. Es probable que no pueda saberlo con precisión porque me distraje, pero me resulta muy contemporáneo no saber en qué lo hice. Hoy preferirimos el instante a lo perdurable, "la abstracción vacía" que el "pensamiento que conserva una sabor de sangre y carne", diría Cioran. Porque para que una entidad conserve, implica tiempo, proceso, "entusiasmo profundo". Jonathan, un chico feliz, se colgó la maleta del gym y se fue. "Quisiera hacer ejercicio", pensé. Miré el relojito de la computadora: 8:30 PM. Era tarde. "Necesito un gimnasio que cierre noche", añadí a mis pensamientos. Nos quedamos el diseñador y yo. Desde su máquina cantaba Saúl Hernández. Vuelvo a dudar, en este momento, si me preguntó por mi canción preferida. De todos modos, tarareé "nadarás a fin de siglo en tu pecera". Cuando sonó el último estribillo ya no había nadie a mi alrededor. No es que Leonel se hubiera ido sin avisar, sino que dijo adiós se fue y yo seguí cantando. Me parecía una mejor idea seguir frente a la computadora eternamente. No quería dormir, porque si duermo olvido la soledad y despertar es volver a lo mismo. No quería ver a mis padres. El último periodo que lloré a diario, mamá dijo que no volvería a arroparme el llanto. No quería entrar a mi cuarto, me trae demasiados recuerdos. Cuando lo hice, padre y madre me miraron sin luz y dijeron que la vida seguía. Life goes on. Y les creí.