8.2.10

Diabetes

Platicamos hasta las seis de la mañana en la habitación 410. Mi compañera de cuarto no llegaría a dormir. Los becarios se habían trasladado en taxis a la salida hacia Patzcuaro, a un congal de traileros donde daban frijoles con chile como botana. Horas antes, el dramaturgo y yo deslizábamos miradas claras (como sus ojos) por las dunas de nuestro cuerpo. Llegamos a Las Musas y, con esa caballerosidad que se echa de menos, tomó mi chamarra y mi bolsa para resguardarlas. El bar estaba lleno. Cervezas 2x1. Sonreímos unos minutos, pero después me levanté a bailar con Aurelio y lo dejé frente a una chica de chinos. Quería verlo con otra. Quería ver sus ojos sobre los de ella. Para saber si tenían el mismo color que cuando me miraban. Quería que se acercara a ella para hablarle al oído. La música sonaba alta. Y de paso percibiera su olor. A ver si le gustaba. Mientras, yo bailaría con su colega, con Aurelio. Quizás reiría de más. Es muy probable que, incluso, exagerara el momento de felicidad. Entonces el dramaturgo me buscaría entre la maraña corporal de la pista de baile. Y con los ojos tan hermosos como los suyos, limitados por un listón de 400 pestañas largas, me diría vamos allá adentro, hace frío, quiero hablarte. "Oiga morrilla, por ahí me enteré que usted tiene un fan", dijo Luis Felipe con dos cervezas en las manos. No me quiso revelar el nombre. El dramaturgo cambió el tema de la conversación. Regresamos al hotel caminando entre el frío. Dos siluetas delgadas. Cada quien a su cuarto. Apenas diez minutos lejos y marqué a su habitación, la 403. "Lo siento, pero acabo de experimentar un arrebato de soledad. Mi roomie no está y la calefacción no sirve", le dije por teléfono. "¿Vienes o voy?", respondió. "Ven", pedí. Platicamos hasta las seis de la mañana. Vimos videos en la tele y bromeamos sobre la música de "sus tiempos" y "los míos". Tiene 34 años y un hijo de 15. Es tan guapo, pienso mientras me toma la mano y graba con la uña un cinco sobre mi piel. Su aliento es afrutado. El dramaturgo tiene diabetes. Por eso, el día anterior a este no salió a ningún lado. Su medidor de azúcar marcaba alto. Desarrolló la enfermedad a los 27 y ahora se inyecta insulina cuatro veces al día. Más de cinco veces sentí ganas de besarle la mejilla. No lo hice. Ni siquiera me acerqué. No tuvimos que tocarnos, no dijimos nada. Que se mantenga la tensión. En el viaje de regreso, se sentó a mi lado en el autobús. Dormimos juntos en un asiento incómodo. Un abrazo de despedida. ¿Nos llamamos?

2 comentarios:

Alejandro Carrillo dijo...

me gusta esta entrada, en especial esto de: "limitados por un listón de 400 pestañas largas"...

abrazos y que bueno que veniste a la gran bacanal... habrá que hacerla más seguido...

Diana Gutiérrez dijo...

Me llena de alegría que te haya gustado. Sí, debemos hacerla por lo menos, cada mes. Nos vemos mañana.
Besitos