8.2.11

Lápices en el congelador

"La rebeldía metafísica es el movimiento por el cual un hombre se alza contra su situación y la creación entera", leyó en francés alto, Julien, cuya figura parecía la de un pensador mediterráneo de paso abrupto y sostenido. No dejaba de caminar por la estancia que, a esas horas, se anaranjaba de atardecer. Ahí estábamos otra vez, como siempre, atravesados por la punta de una sola lanza que se prolonga años y ciudades. Juntos, pero nunca lo suficiente para enrarecer nuestro espacio, ese que compartíamos cada vez que él quería. Porque así era. De Julien no podía esperarse nunca una llamada de teléfono cotidiana, un mensaje instantáneo por celular, una carta. Pero no importaba, porque cuando ocurría que los hilos de su existencia se entrelazaban con la coda de mis melodías hacia él, podíamos hacer un ensamble fugado del tiempo. No había lugar para el hastío, ni los proyectiles de un amor cansado de tanto pelear, y que sigue, necio. No era que lo amaba, ni siquiera sé si me interesaban genuinamente sus días. Pero no podía deshacerme de sus teorías, del psicoanálisis, de los pulpos. Ahora mismo que leía el capítulo 13 de El hombre rebelde y marcaba en español las frases que le interesaban y que compartía. "Camus se cortaba el pelo sólo los días impares", "¿Cómo?". "Lunes, miércoles, viernes y domingos", "¿Por?", "Establecía las reglas de su propio universo". Cuántas veces no memoricé la construcción de sus teorías. Como aquella de las determinantes, la cual propone que según la ubicación del individuo en el cosmos serán sus deseos y necesidades, casi siempre opuestos a los que están a la mano. Vaya contradicción esa de transcurrir en el lugar equivocado. Sería mejor transitar por lo que nunca será. Yo llevaba ese día el libro de Ortega y Gasset que mi noviecito de entonces me había regalado, Estudios sobre el amor. Interesante estudio sobre las razones del amor y la poca atracción que los genios ejercen entre las mujeres. En todo caso, recordaba con amplia sonrisa el análisis que hacía de Stendhal: "el hombre que enamoraba a las mujeres con su encanto y atractivo y luego las abandonaba". Julien y yo nos habíamos citado, por primera vez, en su casa, con la misión de leer en voz alta fragmentos de algún libro. Así eran nuestras citas, en apariencia inofensivas, sin grandes intenciones. Siempre distintas. Teníamos prohibido invitarnos tan sólo a tomar un café o algún vino. Una ocasión sugerí que dedicáramos la sesión a remendar nuestra ropa y terminamos haciendo un maratón de películas nominadas al Óscar. En esta, la que en esos momentos comenzaba a desdibujarse, descubrí que alojaba un lápiz en el refrigerador. Y lo único que hizo fue señalarme con sus ojos grises a una esquina de la pared blanca: Mientras haya un lápiz en la nevera, todo estará bien, decía un pegote.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pétalo tras pétalo esta novela corre para convertirse en una magnolia. Los personajes están definidos. Las situaciones son claras y con una percepción volátil. En especial, Julien me pone terriblemente celoso. Pero esto, ya lo sabías.

.ranudA

Diana Gutiérrez dijo...

.ranudA
Casi sin darme cuenta ha floreado en letras el botón de estas semillas en mi mente. Julien pondría terríblemente celoso a cualquiera, no te preocupes, es casi perfecto, y su imperfección es lo desequilibrante.
Un saludo.